ILUSION

ILUSION

Como los reyes de Babilonia siguiendo una estrella, Gaetano fue siguiendo una ilusión. Y la encontró. Encontró un establo hermoso, dos niñas preciosas y una virgen por mamá.  Pero la realidad llegó y fue expulsado como lo fue Adán de su paraíso; como fue expulsado el viejo Rodrigo Núñez de Vivar de las tierras de sus hijos. Fue arrojado para cruzar el infierno como el pobre Alighieri para poder alcanzar el amor de Beatriz. Gaetano no pudo cruzar sus propios infiernos, se quedó allí, atrapado.

Regresó al infierno de la calurosa Cún, y después, llegó al lugar donde él sufriría algo como su propio infierno del que no pudo encontrar su salida.

Cuando Gaetano arribó a puerto Bienamado, una de las primeras cosas que hizo fue recorrer su ciudad, su puerto Bienamado, los lugares por donde había caminado con su esposa  y la hija de ambos, de quienes él se sentía orgulloso. Muy orgulloso.

Se sentó en una banca, rota, despintada, exactamente enfrente del pequeño hotel en donde estuvo hospedada la muchacha bonita que después sería su esposa. Contempló el balcón de  la habitación en donde se hospedaron diez años atrás dos muchachas muy contrastantes entre sí, una gorda y de mal genio y la otra, de formas gráciles, de mirar profundo y suave, y voz especial, tan especial que hasta ese momento presente, la seguía escuchando y cuya manera de pensar y de sentir le hizo tenerle un profundo amor. Un profundo y verdadero amor.

Después de estar un buen tiempo metido en sus memorias, caminó hacia el malecón, el lugar en donde su pequeña hija disfrutaba caminar, correr, oler las flores y arrojar monedas al mar en donde muchos muchachitos se aventaban clavados para rescatarlas y quedárselas como recompensa. Recordó las risas felices de la niña corriendo al lado de su mamá contenta, disfrutando juntas de una alegría incomparable.

Llegó al final del malecón. Continuó caminando. Pasó por la pequeña playa en donde la niña gozaba de las olas del mar y de buscar conchitas y juguetear con su mamá. Caminó entre la arena y las olas. Descalzo.

Recorrió las escolleras del puerto y en su memoria aparecieron las imágenes de su hija corriendo feliz junto con su abuelo y él, en una hermosa tarde que habían destinado para pescar en ese lugar. Recordó que esa tarde su hija resbaló y se raspó la cara. Ver a su hija pequeña llorando sin parar le dolía hasta el alma. Su hija, su pequeñita sufriendo, no, era difícil de soportar aunque él sabía que solo era un raspón pero que podía dejarle una cicatriz permanente en su bonita carita. No sucedió así, con el uso de crema de tepezcohuite, la cicatriz se desvaneció completamente.

Terminó de caminar las escolleras. Se puso los zapatos y enfiló hacia el viejo barrio que siempre gustaba de recorrer y saludar desde la banqueta a las gentes que él conocía o que simplemente lo saludaban como una forma de mostrar una cordialidad típica del carácter de la persona Bienamadense.

Desayunó en un pequeño restaurante familiar. Pensando en su esposa y sus dos hijas terminó despacio de tomar su gran vaso de jugo de naranja natural y de comer las muy por él ya extrañadas “picaditas” de queso con aguacate. Agachó la cabeza, quiso rezar pero no pudo. Sólo se sentía lleno de amor por su familia que estaba en ese momento lejos de él y sofocado por el calor que a esa hora de la mañana se empezaba a alborotar por todo el puerto y el mar.

Habló por teléfono con alguien. Acordaron de verse a la hora de comer.

Siguió caminando toda la ruta del boulevard aspirando ese aire fresco que entra por tus pulmones y te refresca hasta el cerebro.  Llegó al Acuario de la ciudad de Bienamado. Entró y suspiró de manera triste. Llegó hasta la gran área de cristal en donde estaban los tiburones. Se sentó para contemplarlos cómodamente y se preguntaba ¿Cómo se sentirían esos animales que nacieron en un mar abierto, libres de desplazarse por todos lados, de recorrer cada mar, cada océano, y que ahora estaban en ese lugar confinados a dar vueltas y más vueltas en círculos absurdos donde solo se percibe un paisaje repetitivo? Allí se quedó hasta que llegó la hora de su cita con alguien.

Cuando salió, el cambio drástico entre el aire acondicionado del Acuario y el golpe de calor recibido del exterior, le empañaron sus lentes.

A la hora de comer en el lugar acordado, se saludó efusivamente con su mejor amigo con el que tenía una amistad desde el primer año de la escuela primaria. Se enteró de muchas cosas:  De la muerte de Bibiano, el esposo de la prima de su mejor amigo y que también era amigo de él; de la muerte de un antiguo conocido que ya se había regenerado de su carrera criminal y que había cometido el error de regresar al puerto; se enteró de la muerte de su amigo, un comandante de la policía estatal que apareció acribillado debajo de un puente; se enteró de la desaparición de otro amigo suyo, el médico del barrio a quien él apreciaba bastante; de la desaparición de algunos amigos que se decían escritores o poetas; se enteró de muchas cosas terribles que estaban pasando en puerto Bienamado y dio por terminado ese tema, no quería llenar su cabeza con deprimentes asuntos  y continuaron platicando de otras cosas que siempre desembocaban en el problema principal: La situación anómala por la que estaba pasando el puerto y el país entero.

Caminó de regreso a su casa. Quería recorrer esas largas avenidas que le traían muchos recuerdos de su infancia. La ciudad había cambiado en sus casi cuatro años de ausencia. Se veía muy descuidada, llena de baches y hundimientos por todos lados. Más sucia de lo que normalmente era antes. El crimen organizado la había convertido en una sucia pervertida que fornicaba con quien le ofreciera dinero y prostituía a sus autoridades.

Puerto Bienamado había dejado de ser lo que era para convertirse en la antítesis de los recuerdos de infancia de Gaetano y de su niña. Se sentía como si estuviera en un lugar desconocido para él. La maleza crecía a los lados de las calles y la basura rodaba por las banquetas, igual que la basura humana que se había apoderada de toda la tranquilidad de una ciudad. Las calles y avenidas de cualquier lado de la ciudad con baches y crateres por doquier.

El duro frío de menos veinte grados centígrados rodeado de cariño y amor se transmutó, en un lapso de menos de setenta y dos horas, en una angustia que empezaba a ser sofocante al corazón.

Finalmente Gaetano ya se había contaminado de ese miedo sordo con el que vivían los habitantes de la ciudad. Mejor hubiera sido para él llegar a otro país, ubicarse en otro mundo y no en ese que pertenecía a su infancia y al que no debía de haber regresado.

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